En distintos momentos de la Historia del arte se ha asociado el concepto de belleza con el de perfección. En el caso que nos ocupa ese sería el primer ingrediente para considerar que esta pieza merece estar en nuestras vitrinas del Museo de la Belleza. Es perfecta.
Es perfecto su estudio de proporcionalidad porque las medidas del rostro, de la tiara ceremonial y del pectoral ornado de abalorios dividen en tres partes perfectamente simétricas el conjunto de la pieza.
Es perfecta su composición equilibrada: la escultura de Nefertiti se ensancha en la parte superior con la forma trapezoidal de la tiara, se estrecha en la parte del rostro y vuelve a ensancharse en la base de la pieza, coincidiendo con la mayor amplitud de los hombros. Esta disposición contribuye a destacar la parte esencial de la escultura que no es otra que el rostro. A ello hay que añadir la forma arqueada de la imagen, que adelanta la cara de Nefertiti hacia el espectador.
Es perfecto especialmente el tratamiento del color, de tonos suaves y en armonía, prevaleciendo el azul turquesa perfectamente orquestado con el ocre de la piel.
Y sobre todo es perfecto el rostro: perfecto en el tratamiento de las facciones y la ejecución de todos los detalles, las cejas simétricas y marcadas a través de dos líneas sutiles que abren la mirada, los ojos remarcados por el kohl que sabemos que utilizaban las egipcias, la nariz precisa y los labios carnosos y sensuales. Y todo ello a través de una talla perfectamente pulida que nos hace imaginar su cutis fino y delicado.
Pero belleza es también la capacidad de crear un estado de ánimo en el observador. Y en este caso Nefertiti nos transmite toda la serenidad y la placidez de su hermosura. Y por ello, mirarla nos serena y nos seduce. Nefertiti en este busto es perfecta y es serena. Por eso es pura belleza.
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